La gente del alambre
No sé si alguna vez los he llamado así. Son viejos conocidos míos, viejos conocidos de muchos escritores. A veces me gustaría considerarme entre ellos. A veces creo que lo estoy. Usted, tú, que estás leyendo estas páginas, eres, casi seguro, uno de ellos.
En mis ínfulas de escritor fracasado pero potencialmente brillante sueño con dedicarles una novela. Porque no nos engañemos: ellos han escrito la Historia, con mayúscula, de este puñetero planeta. No esos egregios prohombres que salen, ahora, en la televisión y parece que el mundo se rige según sus arbitrarios designios. La Historia es simplemente un reflejo a gran escala, una abstracción de las miriadas de sucesos, muchos de ellos azarosos, que protagoniza la gente del alambre.
La gente del alambre son esas personas, tan válidos como esos insignes próceres del barato que campan por el báratro, pero que simplemente por la ley de los grandes números se ven relegadas a los pequeños papeles. Y día a día se levantan y arrostran la vida con la mayor dignidad posible, haciendo que este puto mundo funcione y salvándolo con esa infinidad de actos, al parecer nimios, que sustentan este planeta. Son funambulistas de la vida, sin red, acostumbrados a mantenerse sobre el alambre bajo cualquier adversidad y a cumplir su misión de cruzar al otro lado del mismo sin desparramar sus sesos contra el suelo. Como dice Reverte, la vieja y parcheada piel del tambor, la vieja y fiel infantería que no persigue la gloria, aunque siempre se la gana y a veces la obtiene, somos los que sostienen las lanzas en la rendición de Breda. La gente humilde que día a día sale a luchar porque ése es su oficio, o su mala suerte. O porque las cosas son así y no han cambiado nada en 3000 años.
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