En eso que el Hacedor de Fuego divisó la aldea. Ofrecía un aspecto desolado, lúgubre, un manchón gris en el helado paisaje. El barro del camino crujía bajo sus pies.
El Hacedor de Fuego era ya un anciano. Hacía muchos, demasiados años que recorría aquellos caminos hendidos y embarrados, portando el fuego a través de toda la Tierra Muerta. Él había sido Hacedor de Fuego como lo fue su padre, y como el padre de su padre. Eran la estirpe de los Asobán, una de las siete familias escogidas por Tarin para devolver el fuego a la Tierra Muerta que antes fue la Tierra Verde, el legendario paraíso que suscitó la ira y la envidia de la Reina de las Nieves. Pero la Reina de las Nieves marchita todo aquello sobre lo que reina, y fue así que la Tierra Verde se cubrió con el blanco sudario de su reina, y sus habitantes fueron olvidando su nombre y su historia, e imperceptiblemente se convirtió en la Tierra Muerta. Apenas si se recuerda el día en que Tarin escogió a los siete Heraldos Rojos, los siete hacedores de fuego. De eso hace ya muchas centurias y tan sólo los juglares guardan la memoria de aquellos tiempos llorados.
El hacedor divisó a los niños esperándole ansiosos a las orillas de la vereda. A lo lejos, hacia la entrada de la aldea, se arremolinaba una desharrapada multitud, aguardándole. Las noticias volaban, hasta en la Tierra Muerta.
Los chiquillos corretearon a su alrededor, alborozados y escandalosos, preludiando su llegada. Los curiosos se amontonaban en la entrada de la mísera aldea, con su jefe a la cabeza. Éste era un hombre de aspecto tosco, feroz, cincelado a fuerza de golpes por aquel clima y aquella tierra inhóspita, sobrecogedora. Recibió al Hacedor con un gruñido, un sonido gutural que abrió un corredor entre el gentío. El anciano siguió caminando trabajosamente por el barro macerado. La multitud guardaba un silencio sepulcral, casi sobrenatural. El jefe de la aldea comenzó a caminar a su espalda, también en silencio. Oyó a la marabunta que comenzó a moverse como un animal extraño, torpe y pesado. Estaba acostumbrado a mucho tipo de recibimientos. Jamás osaba recriminar a una aldea por ello. Eran gentes curtidas en el dolor y en la desgracia, eran hijos de la Reina de las Nieves.
Hasta en la Tierra Muerta las noticias tenían alas más rápidas que el viento, maldito sea el viento que a nadie trae nuevas. En lo que parecía la plaza central de la aldea, se encontraba una inmensa pila de troncos y leña retorcida, nudosa y desmadejada por el frío y por el miedo. De pie, junto al montón de leña, permanecían de pie, nerviosos, los tres camareros del Hacedor, encargados de aprender los secretos del fuego y responsables de hacerlo perdurar en el tiempo y el espacio, cuando el heraldo continuase su labor por la Tierra Muerta.
El Hacedor se detuvo frente a la inmensa pila de leña. Se sentía viejo, ya cansado de aquella su labor inacabable e inacabada. El frío se había metido en sus huesos irremediablemente, cada día sus piernas acusaban más y más las leguas interminables con las que le torturaba cruelmente la Tierra Muerta. Ya llevaba mucho tiempo dándole vueltas a aquella terrible decisión. Pronto llegaría la hora de dejar el trabajo que tantos buenos momentos le había brindado y permitiría descansar sus maltrechos huesos en algún lugar, no importaba cuál. Ya estaba demasiado lejos de su amada tierra natal, y quizá no le diese tiempo a llegar a ella. Simplemente buscaría una aldea amable en la Tierra Muerta donde terminar sus días. Ya había transmitido el secreto a dos aprendices, que ahora seguían propagando el fuego por aquella tierra desolada y desgraciada. Había cumplido con creces su misión. Ya no volvería a presenciar ninguna audiencia ante el rey, ni a ocupar los escaños reservados para los venerables Hacedores. Aquello era luz de otros días, ya ajados y lejanos. Sólo quedaba el consuelo del descanso, pronto eterno.
Dejó todo su equipaje descansando contra la enorme pila de troncos. La multitud rodeó al Hacedor, con el jefe de la aldea llevando la iniciativa. Los camareros se le aproximaron para ofrecerle su servicio. Él hubiese deseado descansar hasta la siguiente jornada, pero la gente estaba impaciente, deseosa de tener su fuego. Los camareros, las tres personas encargadas de alimentar y cuidar del fuego durante el resto de sus días, esperaban sumisos y apesadumbrados la ordalía, toda la ceremonia que les conferiría el poder y la posición de cuidadores del fuego.
Como mínimo necesitaba recuperar el resuello. Se sentó sobre uno de los gruesos y retorcidos troncos para concederse un mínimo respiro. Volvió a contemplar, de forma casi inevitable, al tosco jefe de la aldea. Estaba impaciente, el fuego era la vida, era el futuro para toda aldea. Significaba riqueza y poder, significaba viajeros que se detenían en las posadas, y metales y maderas endurecidas con la llama, y comidas jugosas y calientes para templar los cuerpos y los corazones. Ésta no le inspiraba demasiada confianza, aunque era una de las aldeas más adentradas en la Tierra Muerta. Una de las extensiones más inmensas de terreno sin aldeas ni hogares, una tierra demasiado dura incluso para los animales. Las casas era de una madera gris, faltaba el color en donde quiera que posara sus ojos. Las gentes presentaban todas un mismo rostro, unos ojos levemente rasgados, unas ropas gruesas y grises, muy deterioradas. Era una aldea de sufrimiento y de dolor que ahora se aferraba desesperadamente a su única tabla de salvación y esperanza.
La costó lo indecible levantarse. Le dolían los riñones, y las piernas cuando las flexionaba, y ese frío del más allá que llevaba metido en el tuétano. Comenzó a examinar la madera con la que formaría la hoguera. Era extraña, retorcida y nudosa como en estertores de dolor antes de ser cortada. Estaba húmeda, y era de poca calidad. No era como aquella leña prieta y resinosa, aromática, que tenían en las laderas de Damográn, o como el generoso follaje de los abetos de Helade. Esta tierra impregnaba de desgracia a todos sus hijos, sin distinguir humanos o inhumanos.
Apenas si había troncos gruesos, y aun así comenzó a formar varios montones clasificando la leña según el tamaño y su combustibilidad, primero las más pequeñas, que solían prender mejor, y luego éstas prendían a las medianas, y éstas a su vez a las grandes, porque todo lo que es grande fue una vez pequeño, y lo que nació grande fue monstruoso. Sólo así el fuego nacía y vivía lo suficiente.
Cuando consideró que tenía bastante como para empezar a formar la hoguera, se dirigió a su saco de yesca y extrajo un generoso puñado. Buscó un sitio donde colocarlo. Se dirigió hacia la multitud y ésta se hizo atrás amedrentada. Colocó en el suelo la yesca, a una buena distancia del inmenso montón de leña. Aquel sería un fuego difícil, así que sacó dos piñas resinosas, guardadas siempre como recurso desesperado, traídas desde los Jardines Reales, donde a sus puertas aquel puñado de valientes logró detener a la Reina de las Nieves, gloria a los héroes de antaño, que el Hacedor Supremo los tenga en su gloria por siempre. Colocó las dos piñas sobre el montón de yesca, y comenzó a disponer cuidadosamente los palitos del montón de troncos más pequeños. Dejó una especie de abertura por donde le daría fuego, en un lateral. Luego prosiguió con palos un poco más gruesos. Los largos años de continuado culto al fuego le conferían, pese a su avanzada edad, una destreza inusual casi mágica que le había hecho ganarse un renombre entre su gente. Era todo un arte del equilibrio, aquella serie de ramas, troncos o tocones de formas aleatorias, caprichosas, que ensamblaban y encontraban su sitio para aquella hoguera, como todas las cosas en la vida tienen su razón de ser y su sitio, y a él van en su justo momento, por extraño e incomprensible que nos parezca en nuestro devenir por esta Tierra Muerta que Dios olvidó. El anciano colocó cuidadosamente los últimos troncos, más gruesos, aquellos que gestarían el fuego más intenso y perdurable.
Pese al frío que desafiaba a los presentes, el sudor perlaba el rostro del anciano. Sus manos, sus dedos callosos y despellejados, tan nudosos como las ramas que había acomodado, trabajaban rendidos ya ajustando las últimas piezas del rompecabezas que pronto ardería con llama de esperanza. La pila de leña tomaba una forma cónica, con una oquedad en su cara que conducía directamente a la yesca, donde se produciría la llama primigenia, pura y virginal que llegaría hasta desde ese momento al fondo de sus corazones, que marcaría sus vidas para siempre.
Hubo un tiempo en que se pronunciaban unas palabras, una salmodia interminable que recordaba toda la odisea que sufría la Tierra Muerta, los tiempos de la felicidad, la invasión de la pérfida Reina, los valientes que al mando de Tarin impidieron la caída del Palacio real y preservaron la semilla de las Tierras Verdes, con epopeyas grabadas con sangre y fuego sobre los hielos despiadados. La lenta reconquista por parte de los Heraldos Rojos…Poco a poco aquellas palabras se vaciaron porque nada significaban en los helados corazones, y pronto cayeron en el olvido, y todo el rito fue la simple consecución del fuego, las cuatro reglas sagradas que los camareros seguirían para conservarlo por largo tiempo en la aldea.
Extrajo de su morral un artilugio que permitía encender la yesca. Tenían varios, que se usaban según las condiciones más o menos adversas. Los joyeros pulían cristales que inflamaban aquello que tocaban, artesanos y forjadores construían máquinas sofisticadas que lanzaban rayos de sol sobre la yesca, y rumores venidos de muy lejos hablaban de magos que poseían extrañas mixturas que ardían tan sólo al contacto con el aire. Pero al hacedor le gustaba el método tradicional, que nunca fallaba si se le prestaban los cuidados necesarios. Colocó el aparato en la punta de su báculo, y se arrodilló frente a la abertura donde iniciaría el fuego. Permaneció en silencio, inmóvil, mientras mentalmente recitaba la letanía mínima de ofrenda, el rito del fuego. La multitud permanecía extasiada, con el corazón acongojado. Incluso el jefe de la aldea, posiblemente el hombre menos humano de aquella congregación, compartía aquel respeto y aquella reverencia.
Sonó una especie de chasquido dentro de las entrañas de la pira. Luego otro, y otro. El anciano tenía la cabeza casi en el mismo barro, asomado al pasadizo que mostraba el corazón del fuego. Una tímida voluta de humo ascendió del imbricado e inextricable laberinto y ascendió cansina mientras el viento jugueteaba y la desmadejaba. Un murmullo de admiración y sorpresa surgió de la multitud. El anciano se incorporó doliéndose y se retiró unos pasos. Era un humo blanquecino, denso e impenetrable, la madera estaba demasiado húmeda y pobre y tardaría un poco en prender. Estaba realmente cansado, así que cerró los ojos y extendió sus brazos en cruz, en actitud extática frente a la incipiente hoguera. Pudo oír el casi sollozo de la gente de la aldea al verlo en esa posición. Mientras tanto, con los ojos cerrados, permanecía atento al resto de sensaciones que excitaban sus sentidos: el roce del viento áspero en su piel ajada y curtida por el frío, el aroma de humo, los lamentos de las mujeres y el llanto de los niños…
Sintió que alguien lo zarandeaba. Solía quedarse en aquella especie de trance hasta que el calor de las llamas lo despertaba de su letargo, pero al parecer no había sido así. Abrió los ojos, y contempló el rostro del jefe de la alde,a desencajado por un extraña mezcla de terror e ira, señalando fuera de sí hacia la hoguera. No debía de haber transcurrido demasiado tiempo aunque, en lugar de las llamas languidecía una diminuta columna de humo. Ocurría a veces, en ocasiones como esta. El combustible estaba demasiado húmedo y era más costoso hacerlo arder. No había por qué alarmarse. El Hacedor trató de explicar al Jefe qué ocurría, pero al comenzar a hablar le miró de una forma muy extraña. Miró lentamente en derredor, tratando de escrutar el sepulcral silencio que había caído a plomo sobre la escena. El Jefe articuló unos sonidos guturales e ininteligibles, una especie de gruñido interminable. En la mente del anciano comenzó a tomar cuerpo una sospecha aterradora. Intentó farfullar algo, pero los ánimos comenzaban a encenderse, y de nuevo se vio entre los brazos de aquel hombre que no hablaba su idioma. En aquella parte de la Tierra Muerta ya no hablaban ni siquiera el mismo idioma. En vano trató de explicar que no había terminado el proceso y que el fuego llegaría tarde o temprano. El Jefe lo llevaba a empellones entre la multitud que se apartaba temerosa y enardecida, con ese indescriptible sabor a miedo que aturde a los hombres cuando acecha lo desconocido o incierto. De pronto una piedra impactó en la cabeza del anciano abriéndole una profunda brecha y derribándolo. El Jefe de la aldea se encaró al gentío tratando de calmar unos ánimos que él mismo había encendido. Mientras reprendía a una parte de la multitud, la gente que quedaba a sus espaldas asió al anciano y comenzó a arrastrarlo hacia las afueras de la aldea. Empezaron a propinarle puntapiés y toda suerte de golpes, y pronto no quedó autoridad que pudiese valer en aquel rincón donde no existía piedad.
Lo arrojaron a una zanja cercana al pueblo, y allí terminaron con su vida, y la nieve quedó manchada de rojo, con su sangre y sus ropas, y todo su equipaje esparcido por la nieve manchando aquí y allá de impotencia todo el paisaje. La gente su fue calmando, despertando de su sopor y contemplando con pánico en el fondo de su alma la macabra estampa.
Los gritos de los niños se mezclaron con bramidos de los animales, y cuando tornaron sus ojos hacia su mísera aldea contemplaron cómo enormes lenguas de fuego lamían y devoraban sus cabañas, cómo corrían despavoridos los animales macilentos huyendo de las llamas, mientras una columna de humo se elevaba majestuosa y terrible sobre sus cabezas, y la ceniza se posaba como una nieve cálida y burlona.
Fue imposible salvar nada. Como una venganza terrible, la nieve comenzó a caer lenta y suavemente al principio, ahogando los rescoldos de la aldea humeante por la que pululaban sus habitantes como almas en pena. Pronto fue una fiera tormenta que azotó los yermos llanos con una furia desconocida hasta entonces. Hacinados como borregos, tratando de darse calor unos a otros, fueron pereciendo a la intemperie, entregándose al sueño que la antecede, diluyendo el último vestigio de la aldea.
El Jefe fue uno de los últimos en cerrar los ojos, y lo último que su imaginación creyó ver fue una blanca dama que paseaba por entre la nieve con una amplia sonrisa. O al menos él creyó que era su imaginación, porque cuando el último habitante cerró los ojos, la nieve dejó de caer y la Reina de las Nieves se alejó hacia la siguiente aldea.