viernes, 29 de abril de 2005

¿Y ahora qué escribo?

¿Que todo sigue igual, pero, en cierta manera, he recuperado algo de esperanza, no sé por qué?

¿que la inutilidad me persigue, me llama al teléfono, teléfono que no descuelgo porque estoy cansado de dar panes a perros ajenos, cansado de que nunca nadie me ofreció una triste hogaza, agotado de evitar que alguna vez necesite mendigar el pan y la sal?

¿Que de nada sirve hacer planes, porque la Ley de Murphy es ineluctable y todo se va viniendo abajo, sin ruido?

Sí, hoy no sé qué escribir.

jueves, 28 de abril de 2005

123 km, 84 minutos

Ésos son los kilómeros que hago, el tiempo que malgasto todos los días yendo a servir a tan mal señor. No obstante, ayer era un buen día y hoy también debe serlo. Al menos eso dicen.

martes, 26 de abril de 2005

Jokin

Este es el nombre del chico e Fuenterrabía que se suicidó tras el acoso de sus compañeros de colegio. Es un hecho lamentable, a menudo es un hecho lamentable que alguien muera (a veces no), pero todo esto se está saliendo de madre...
Hace tiempo empecé a quejarme del fracaso de la enseñanaza en España.Hay un grave problema de fondo. La sociedad española, tan inculta a veces, y siguiendo lo que decía Reverte en mi anterior entrada en la bitácora, se la coge con papel de fumar. De una sociedad acostumbrada a la dureza, a la supervivencia y ,en cierto modo, a la camaradería, se ha pasado a una sociedad necia, remilgada, exigenta hasta la náusea e incapaz de hacer autocrítica. Una sociada en la que todo el mundo es responsable menos yo, empezando por el gobierno y terminando por el barrendero de nuestra calle.

Cuando ayer oí que los padres del susodicho habían demandado al director, profesores, jefe de estudio y hasta a las limpiadoras y bedelas, me di cuenta de que este puto país está abocado al fracaso. Aprecio a los profesores en lo que se merecen (no puedo apreciarlos más porque una profesión que debía ser vocacional se ha convertido en un bebedero de patos, en un refugio de advenendizos e incapaces a los que los alumnos les importa un cojón de ardilla, y hablo con conocimiento de causa. La culpa la tiene esta situación: cuando un país se va a la mierda, como éste, no se va sólo en la economía, o la política. Se cae todo, absolutamente todo, por su proio peso.). Como decía, no aprecio a los profesores, pero de ahí a considerarlos culpables de la muerte del chaval va un buen rato. Y si esta sociedad totalmente degenerada hasta la médula (y no va por los matrimonios homosexuales) lo admite, es que vamos mal. Pero que muy mal.

Y es que hemos olvidado que en el colegio se enseña (o se debía hacer) conocimientos. Puros y duros, con sangre. La ética se enseña en la familia y la moral en la iglesia. En la escuela se aprende cosas se transmite conocimientos; en casa se aprende educación y valores y principios. Es responsabilidad de los padres darles educación, civilidad, sociabilidad, amistad, principios, rectitud, honradez, honestidad y todo lo que quieran. En el colegio se debe enseñar logaritmos, reyes godos y capitales del mundo. Está claro que en una microsociedad como el colegio se ponen de manifiesto todas las dolencias y virtudes de la sociedad, y los maestros no son ajenos, y deben corregirlas en la medida de sus posibilidades. Pero la responsabilidad final es y será de los padres.

Claro. Pero es más fácil dejarlos en manos de los maestros, huír de nuestra responsabilidad y pasársela a otros, funcionarios del papá estado. Funcionarios que están indefensos ante unos niños maleducados, incivilizados, irrespetuosos, inútiles, producto de sus padres que, desconcertante, sus padres los consideran como unos hijos de puta modelo. Al final no va a haber quien dé clase.

Los niños son, somos (que yo aún soy un niño), unos cabrones del cuatro. Es la educación la que los vuelve gilipollas sociales y respetuosos con el medio ambiente y sus semejantes. Recuedo mi ñiñez, en mi pueblo, donde acorábamos, acosábamos al que se salía de la norma, sólo por vestir raro, ser raro o llevar el pelo rojo. Y he visto maltratos, barbaridades y vejaciones físicas y psíquicas espeluznantes. Quiza yo alguna vez las provoqué y alguna las sufrí. Pero aquella sociedad, más madura, heredera de una guerra civil y una posguerra de hambre, educaba a los suyos, por allá por 1974, en la lucha, en el pundonor, en la humildad, en la responsabilidad propia de sus actos y su resistencia, en el respeto a los mayores y en la comprensión de una realidad, de un mundo duro e injusto contra el que no se puede luchar pero sí resistir. Todo eso se ha perdido como lágrimas en la lluvia. Tiempo de morir.

Ahora en nuestra sociedad se ha escondido debajo de la alfombra lo que no nos gusta: nuestras miserias, la muerte, la pobreza, el dolor, la enfermedad, la fealdad, la minusvalía, la realidad. La vida, en una palabra. Todos vivimos en un mundo de cuerpos danone, de pisos ideales, de gobiernos progresistas y alternativos y de trayectorias perfectas en un universo tridimensional y virtual. Pero la vida, que es puta y es vieja, reclama lo suyo cuando toca, como los ríos. Y en esta lotería todos llevamos nuestro número agraciado, por mucho que nos empeñemos en negarlo.

Es triste que haya muerto ese chaval. Y quienes lo acosaron no son angelitos ni hicieron bien. Pero los culpables fueron los padres: los de los acosadores y los de los acosados. Y toda la demagogía que se monta es cogérsela con papel de fumar.

Y si me pongo a hablar de evolución, entonces ya se arma la de Dios es Cristo. Y a mí esto, ni me va ni me viene. Cuando se vaya todo a la mierda nos hundiremos con la mayor dignidad posible, peleando hasta el fin.

PS. Reverte ya le dedicó su columna a este asunto

lunes, 25 de abril de 2005

Sin palabras...


He escrito alguna vez que vienen tiempos duros, predicción para la que tampoco hace falta ser muy perspicaz. Nunca hubo tantos imbéciles imponiendo su dictadura, ni tanta gilipollez elevada a la categoría de norma obligatoria. Nunca al qué dirán y a lo socialmente correcto se le dio tanto cuartelillo. Nunca condicionó tanto nuestras vidas el capricho de las minorías, la demagogia de los oportunistas, la estupidez de los tontos del culo. El ejemplo de cómo ese delirio vuelve a las sociedades enfermas e irreales lo tenemos en aquellos países que nos preceden en el asunto; pero en vez de ponérsenos los pelos de punta al advertir los riesgos y el abismo, nos adherimos con el entusiasmo desaforado del converso. En esta España a menudo escasa de cultura y de criterio, cuando se pone de moda una estupidez, en vez de llamarla por su nombre y ocuparnos de cosas más urgentes, nos ponemos a considerarla con toda seriedad. Ninguno de nosotros se la traga de verdad, pero miramos de reojo a los otros, vemos que nadie protesta y que todos –que a su vez nos miran de reojo a nosotros– parecen aprobar la novedad. Así que, haciendo de tripas corazón, nos resignamos a esa enésima vuelta de tuerca.

Arturo Pérez Reverte, El semanal, número 913, del 24 al 30 de abril de 2005

viernes, 22 de abril de 2005

Viernes

Al final la semana llega a su meta. O al menos, eso parece.

Esta semana era una de las tranquilas,...
...de transición. Se ha ido complicando poco a poco, lenta pero segura. Al final, el jueves hubiera matado a cualquiera. Y el problema es que no me queda el fin de semana para descansar. Siempre tengo algo que hacer que no me apetece, lo cual es una violación flagrante del pricipio del descanso: "No hacer nada o, si acaso, lo que le te apetezca".

Nunca descanso, lo he dicho mil veces, porque nunca puedo hacer lo que me apetece. Es lo que tiene vivir en sociedad. No es que me apetezca ir en bolas por la calle o matar a gente (bueno, eso sí). Pero no puedo quedarme en casa leyendo, pasear, dormir todo el día o hincharme a ver pelis porno. Siempre hay algo que hacer con alguien que no me apetece nada, pero que es socialmente correcto.

Esto ha provocado un cansancio emocional crónico que me agosta. Necesito vacaciones para el alma. Ir a comer con los suegros, míos o de mi mujer, agota a cualquiera.

miércoles, 20 de abril de 2005

Cuento inconcluso




Querida Mar:

Te escribo a tu orilla, desde aquella vieja taberna en aquel viejo puerto donde una vez nos conocimos. Hoy estás más bella que nunca, y estás caprichosa y rebelde como todas las mujeres lo sois. Veo la silueta desdentada de mi barco balanceándose en tu seno, mientras jugueteas con él como lo haces conmigo cuando paseamos juntos.
Hoy estoy aquí, contemplándote tras las ventanas, mientras a mi espalda dormitan borrachos un puñado de marineros y escucho la música del llanto del cielo sobre este cristal que deforma mi panorama. Hoy te hablo porque estoy muy solo, y aunque lo viste todo y lloraste por mí, necesito contártelo. Han sido muchos los mares que he surcado, y muchas las veces que entré en batalla, con el olor de la pólvora entremezclada con el de sangre fresca, los gritos de terror y de furia entrechocándose como lo hacen los sables en el fragor del abordaje, las noches, tus malas noches en que zarandeabas mi cascarón y agarrado en la oscuridad de mi camarote sentía cómo lamías la cubierta con tus lágrimas, mientras cimbreaban los cables del velamen y rasgaban tu noche inmensa, más inmensa sin ti. Es cierto, llevamos mucha guerra a nuestras espaldas, demasiado peso en la mochila.
Debí haber desconfiado de él cuando lo reconocí. No se puede evitar que un escalofrío te saluda toda la espina dorsal cuando en el horizonte avistas una vela. Comienzas a prepararte, con el corazón en un puño, siempre, inevitablemente, para la lucha o la huida. Cuando avistamos su divisa, lo tomamos como amigo, porque lo era, y aunque me duela, continúa siéndolo. Toda la tripulación subió alborozada a cubierta, con la esperanza de abrazar a algún conocido y encontrar una excusa aceptable para hacerse con una buena pinta de cerveza. Recogimos velas y esperamos pacientes su arribada.
Siempre había sido una nave bonita. Recordarás que surcamos mucho tiempo los mares juntos, abordando a cuantos se ponían al alcance de nuestras piezas, escapando por los pelos de muchos e inciertos peligros, y tragando los tragos más amargos a solas contigo, como aquella tempestad cerca de Buena Esperanza que casi nos hace ir a verte en persona. ¡Por Neptuno…!
Sí, fueron buenos tiempos. Era todo un gozo contemplar la silueta familiar y recordar las andanzas. Si no hubiese estado ensimismado con buenos recuerdos hubiese advertido su poca actividad en cubierta, o las portillas abiertas mostrando las bocas negras de las veinte piezas de estribor.
Creía haberlo divisado sobre cubierta, y aunque me pareció más serio que de costumbre, más taciturno, no recelé. Hice señas y aspavientos, con mi alegría más sincera, y creí que me respondía, aunque en realidad, realidad amarga como la hiel, estaba dando la orden de fuego.
Nos largó una andanada terrible, espantosa, con mala saña. Sentí como el barco gemía y se estremecía bajo mis pies, por un momento pensé que se desencuadernaba. Todo el aire se llenó de un humo blanco y el griterío y el pánico arreciaron en cubierta. No sé si es que los últimos zarpazos que la vida me ha brindado han surtido su efecto, porque en otro tiempo ese hubiese sido el final. Pero la cuestión es que hice lo que debía hacer. Bajé del castillo de popa y ordené largar velas. La tripulación tenía la lección de antaño bien aprendida. Nos había tocado algún palo, pero pronto lo tuvimos casi a todo trapo mientras virábamos a estribor como alma que llevaba el diablo. Cuando largó la segunda andanada se encontró con la popa que se alejaba.
No hizo maniobra para seguirnos, en parte porque no debía pretenderlo, en parte porque sabía que éramos más rápidos que él, las últimas escaramuzas lo habían dejado claro como también habían dejado claro que nuestras estelas se separaban.
Estuvimos hasta bien entrada la noche achicando a la luz asustada de los fanales, cerrando vías de agua en una sentina con astillas flotando impotentes de rabia y de dolor.
Con la luz del día reparamos el velamen y la jarcia, en un silencio que dolía más que la muerte misma. Tú misma nos acompañaste tranquila y sosegada, arrullando nuestras penas como sólo tú sabes y puedes hacerlo.
Y aquí estamos de nuevo, en este viejo puerto, curando esas heridas que no cierran. Sabes que de peores he salido, y saldré adelante de ésta, bien lo sabes. Pero esta es una andanada de las que duele, de las que dan bajo la línea de flotación de un corazón ya cansado y marcado por el dolor.
Por eso recurro a ti, que lames las heridas más duras. A tu orilla, desde aquella vieja taberna en aquel viejo puerto donde una vez nos conocimos.

Cuento 3


El pequeño claustro estaba abarrotado. A cubierto, bajo la arcada del fondo, se había sentado el rey sobre una improvisada tarima desde la que contemplaba al gentío. Ardía en el centro un fuego de campamento alimentado por mesas, sillas y demás muebles de las saqueadas estancias. Por toda la ciudad habían esparcidos improvisados campamentos que tachonaban la noche de hogueras vacilantes y acogían a los invasores. En la plaza contigua, todo un campamento con la guardia personal descansaba receloso. Adentro, en el claustro, el rey celebraba la victoria con el botín de los vencidos.
La mayoría eran aguerridos y rudos caballeros, enfundados en sus armaduras. También había mujeres, rameras en su mayoría de una estela que arrastraba el ejército en su imparable avance.. Y una pequeña corte de ancianos y consejeros y generales, el bastón del fiero rey.
El rey contemplaba displicente la algarabía y el derroche de vino, cerveza y manjares robados. Una espantosa cicatriz le aborrascaba el ceño y configuraba su fiero semblante, una feroz mueca que le había brindado el sobrenombre de "el terrible", aunque sus ferocidades bastasen por sí solas.
Nadie advirtió su llegada. Ni siquiera el rey desde su atalaya. Pero, al fondo, a su izquierda, comenzó a sonar una voz, una melodía mágica y misteriosa, un canto melancólico que ascendía por entre las balaustradas y resonaba en todo aquel atrio.
Al principio no fue más una voz ahogada en el estruendo pero, lentamente, fue cesando el escándalo y el vocerío y los gritos y se empezó a extender un silencio de dolor sobre los allí congregados. Todas las miradas se dirigieron hacia la tramada de arcos a la izquierda del soberano. Allí, donde arrancaban los pilares que soportaban los arcos, estaba de pie una hermosa mujer, frágil, de piel clara como la nieve, corto pelo negro, labios finos y una voz que inflamaba la envidia de los mismos ángeles del cielo. Iba vestida con una blanca túnica, liviana, y a sus pies un anciano se recostaba contra el pilar y abrazaba una sobada gaita.
Quienes estaban cerca de ella se alejaron formando un círculo, pues la tomaron por bruja, y todos permanecieron mudos, extáticos, escuchando aquella voz pura y virginal que trepaba suavemente por los sillares.
También el rey se puso de pie, asombrado. En la puerta que desembocaba a la plaza se detenían los curiosos. Mientras tanto, la voz seguía flotando, inmaterial, en el aire gélido, una voz que traía lamentos por hijos muertos, por hermanos perdidos, por amantes caídos, por paraísos perdidos. Una voz que nacía del corazón desgarrado por el dolor y la derrota, que penetraba hasta los más oscuros rincones del alma a donde a duras penas llegaba nunca la luz.
Calló la voz, y la gaita y el anciano comenzaron a plañir lastimosamente lágrimas del alma, colinas verdes arropadas por la niebla con hedor a sangre fresca de la derrota. Algunas de las mujeres huyeron despavoridas persignándose, como un susurro, pero la mayoría de los caballeros permanecieron allí, impasibles, aferrados, inmóviles, como si todos sus corazones fueran uno único y mismo terriblemente acongojado, oprimido.
Primero se hincó de hinojos una mujer. Luego otra. Luego se escuchó el entrechocar de las rodilleras y la espada de un caballero en el frío suelo. Luego otro, y otro, y otro más. La gaita calló y la muchacha volvió a quebrar el silencio, a entonar aquellas palabras ininteligibles para la mente pero inequívocas para el corazón. Todo el mundo se había arrodillado. Los más ancianos se habían tumbado en el suelo, con los brazos en cruz, el rostro hacia el cielo. Un silencio sepulcral era trizado por aquella voz, aquel cántico de otra tierra. Sólo el terrible rey permanecía entre todos en pie. Impetuoso bajó de la tarima y se dirigió colérico hacia la blanca dama, apartando a empellones a quienes entorpecían su camino. Nadie le abrió paso, nadie dijo nada. Sólo la voz cantaba. Sólo la voz. Cuando llegó ante la muchacha, cuando la vio con claridad, se detuvo y permaneció en silencio frente a ella, escuchándola, mientras una gran tristeza y pesar entraba en su negro corazón.
La hoguera languidecía, desatendida. El frío cortaba los rostros y gruesos copos de nieve iban cuajando lentamente, cayendo perezosos como hojas marchitas. Pronto comenzó a nevar copiosamente. Nadie se movía, nadie hablaba. Sólo el hipnótico canto seguía acariciando sus corazones. El rey buscó con la mirada a su hombre de confianza, lo atrajo hacia sí y le ordenó desalojar los claustros. Comenzó un leve fragor, mientras levantaban a los ancianos y arrojaban a la calle a las mujeres y a los plebeyos.
Pronto apenas quedaron sino unos guardias y unos cuantos caballeros escogidos que se resguardaban bajo los claustros mientras el rey seguía allí, inmóvil, de pie, contemplando a la blanca dama, contemplando cómo su pelo se sembraba de blanca nieve, cómo los copos caían sobre sus hombros y sobre sus manos y la aterían. Y el rey seguía escuchándola, la voz seguía alzándose al cielo como un lamento, sólo interrumpida por el llanto de la gaita. Alguien arropó al rey poniéndole una capa sobre los hombros. Éste ordenó acercar la hoguera y avivarla, ordenó construir una especie de toldo con lanzas y tapices sobre la blanca dama para protegerla de la nevada. Siguió allí, de pie, en medio de la noche cerrada, vestido con el blanco sudario de la nieve, con el silencioso rumor apagado de los copos cayendo mansamente, con aquel canto desgranándose nota a nota en la oscuridad, en el silencio.
Trajeron una cena caliente al monarca, que tomó de pie, en silencio. Un soldado llevó algo caliente al anciano, que tomó callado mientras la muchacha cantaba. El propio rey acercó un cuenco humeante a la muchacha. No lo tomó.
La noche siguió avanzando lenta, tristemente. cada vez su voz era más débil, el rey se aproximaba más y más para poder oírla. Cada vez estaba más blanca, tan blanca como negro el corazón del rey, tiritaba de frío. En vano el rey trató con sus propias manos de llevarle a los labios la sopa tibia.
Cuanto más débil era su voz, más bella la melodía, y la voz fue primero voz y luego murmullo y luego susurro, y llegó un momento en que sólo el rey la oía, y era tan bello el canto que su negro corazón comenzó a llorar como jamás lo había hecho. Y cuando la noche era más oscura, la nevada más intensa, cuando más bello era ese canto, cuando el rostro del rey rozaba ya el de la blanca dama, cuando la voz era un suspiro que sólo el corazón oía, ella se desplomó sin vida.
El rey la tomó raudo e impidió que cayera. Seguía nevando.
El sol encontró al rey sosteniéndola todavía en la misma posición, con una lágrima helada en la mejilla. Nadie osó hablar, nadie se movió aquella noche. Sólo el gaitero sollozaba en silencio con el rostro escondido entre las manos.
Poco después de amanecer, el rey encendió una enorme pira donde ardió el cuerpo de la muchacha, en el mismo sitio donde él la había sostenido. El anciano gaitero arrojó al fuego la gaita que no sonó, que no volvería a sonar jamás. Los dos permanecieron silentes frente al fuego. Las llamas ascendían feroces al cielo, desde toda la ciudad se divisaba una columna de humo espantosa, y sólo un milagro del Hacedor impidió que ardiese todo el edificio aquel día. Cuando la guardia personal del rey logró derribar la puerta todavía cerrada para socorrerlo, sólo quedaba el recuerdo y las cenizas de una blanca dama, contempladas en silencio por un rey y un humilde gaitero.
Aquella mañana fueron liberados todos los prisioneros, y al mediodía, al mando de sus fuerzas, el rey abandonó la ciudad y la devolvió a sus habitantes. Y cantan los juglares que jamás fue ya la misma persona, y que el apodo del terrible se perdió en el olvido.

Para Mar, el 20 de diciembre de 1996

Cuento 2



En eso que el Hacedor de Fuego divisó la aldea. Ofrecía un aspecto desolado, lúgubre, un manchón gris en el helado paisaje. El barro del camino crujía bajo sus pies.
El Hacedor de Fuego era ya un anciano. Hacía muchos, demasiados años que recorría aquellos caminos hendidos y embarrados, portando el fuego a través de toda la Tierra Muerta. Él había sido Hacedor de Fuego como lo fue su padre, y como el padre de su padre. Eran la estirpe de los Asobán, una de las siete familias escogidas por Tarin para devolver el fuego a la Tierra Muerta que antes fue la Tierra Verde, el legendario paraíso que suscitó la ira y la envidia de la Reina de las Nieves. Pero la Reina de las Nieves marchita todo aquello sobre lo que reina, y fue así que la Tierra Verde se cubrió con el blanco sudario de su reina, y sus habitantes fueron olvidando su nombre y su historia, e imperceptiblemente se convirtió en la Tierra Muerta. Apenas si se recuerda el día en que Tarin escogió a los siete Heraldos Rojos, los siete hacedores de fuego. De eso hace ya muchas centurias y tan sólo los juglares guardan la memoria de aquellos tiempos llorados.
El hacedor divisó a los niños esperándole ansiosos a las orillas de la vereda. A lo lejos, hacia la entrada de la aldea, se arremolinaba una desharrapada multitud, aguardándole. Las noticias volaban, hasta en la Tierra Muerta.

Los chiquillos corretearon a su alrededor, alborozados y escandalosos, preludiando su llegada. Los curiosos se amontonaban en la entrada de la mísera aldea, con su jefe a la cabeza. Éste era un hombre de aspecto tosco, feroz, cincelado a fuerza de golpes por aquel clima y aquella tierra inhóspita, sobrecogedora. Recibió al Hacedor con un gruñido, un sonido gutural que abrió un corredor entre el gentío. El anciano siguió caminando trabajosamente por el barro macerado. La multitud guardaba un silencio sepulcral, casi sobrenatural. El jefe de la aldea comenzó a caminar a su espalda, también en silencio. Oyó a la marabunta que comenzó a moverse como un animal extraño, torpe y pesado. Estaba acostumbrado a mucho tipo de recibimientos. Jamás osaba recriminar a una aldea por ello. Eran gentes curtidas en el dolor y en la desgracia, eran hijos de la Reina de las Nieves.

Hasta en la Tierra Muerta las noticias tenían alas más rápidas que el viento, maldito sea el viento que a nadie trae nuevas. En lo que parecía la plaza central de la aldea, se encontraba una inmensa pila de troncos y leña retorcida, nudosa y desmadejada por el frío y por el miedo. De pie, junto al montón de leña, permanecían de pie, nerviosos, los tres camareros del Hacedor, encargados de aprender los secretos del fuego y responsables de hacerlo perdurar en el tiempo y el espacio, cuando el heraldo continuase su labor por la Tierra Muerta.
El Hacedor se detuvo frente a la inmensa pila de leña. Se sentía viejo, ya cansado de aquella su labor inacabable e inacabada. El frío se había metido en sus huesos irremediablemente, cada día sus piernas acusaban más y más las leguas interminables con las que le torturaba cruelmente la Tierra Muerta. Ya llevaba mucho tiempo dándole vueltas a aquella terrible decisión. Pronto llegaría la hora de dejar el trabajo que tantos buenos momentos le había brindado y permitiría descansar sus maltrechos huesos en algún lugar, no importaba cuál. Ya estaba demasiado lejos de su amada tierra natal, y quizá no le diese tiempo a llegar a ella. Simplemente buscaría una aldea amable en la Tierra Muerta donde terminar sus días. Ya había transmitido el secreto a dos aprendices, que ahora seguían propagando el fuego por aquella tierra desolada y desgraciada. Había cumplido con creces su misión. Ya no volvería a presenciar ninguna audiencia ante el rey, ni a ocupar los escaños reservados para los venerables Hacedores. Aquello era luz de otros días, ya ajados y lejanos. Sólo quedaba el consuelo del descanso, pronto eterno.

Dejó todo su equipaje descansando contra la enorme pila de troncos. La multitud rodeó al Hacedor, con el jefe de la aldea llevando la iniciativa. Los camareros se le aproximaron para ofrecerle su servicio. Él hubiese deseado descansar hasta la siguiente jornada, pero la gente estaba impaciente, deseosa de tener su fuego. Los camareros, las tres personas encargadas de alimentar y cuidar del fuego durante el resto de sus días, esperaban sumisos y apesadumbrados la ordalía, toda la ceremonia que les conferiría el poder y la posición de cuidadores del fuego.
Como mínimo necesitaba recuperar el resuello. Se sentó sobre uno de los gruesos y retorcidos troncos para concederse un mínimo respiro. Volvió a contemplar, de forma casi inevitable, al tosco jefe de la aldea. Estaba impaciente, el fuego era la vida, era el futuro para toda aldea. Significaba riqueza y poder, significaba viajeros que se detenían en las posadas, y metales y maderas endurecidas con la llama, y comidas jugosas y calientes para templar los cuerpos y los corazones. Ésta no le inspiraba demasiada confianza, aunque era una de las aldeas más adentradas en la Tierra Muerta. Una de las extensiones más inmensas de terreno sin aldeas ni hogares, una tierra demasiado dura incluso para los animales. Las casas era de una madera gris, faltaba el color en donde quiera que posara sus ojos. Las gentes presentaban todas un mismo rostro, unos ojos levemente rasgados, unas ropas gruesas y grises, muy deterioradas. Era una aldea de sufrimiento y de dolor que ahora se aferraba desesperadamente a su única tabla de salvación y esperanza.

La costó lo indecible levantarse. Le dolían los riñones, y las piernas cuando las flexionaba, y ese frío del más allá que llevaba metido en el tuétano. Comenzó a examinar la madera con la que formaría la hoguera. Era extraña, retorcida y nudosa como en estertores de dolor antes de ser cortada. Estaba húmeda, y era de poca calidad. No era como aquella leña prieta y resinosa, aromática, que tenían en las laderas de Damográn, o como el generoso follaje de los abetos de Helade. Esta tierra impregnaba de desgracia a todos sus hijos, sin distinguir humanos o inhumanos.
Apenas si había troncos gruesos, y aun así comenzó a formar varios montones clasificando la leña según el tamaño y su combustibilidad, primero las más pequeñas, que solían prender mejor, y luego éstas prendían a las medianas, y éstas a su vez a las grandes, porque todo lo que es grande fue una vez pequeño, y lo que nació grande fue monstruoso. Sólo así el fuego nacía y vivía lo suficiente.

Cuando consideró que tenía bastante como para empezar a formar la hoguera, se dirigió a su saco de yesca y extrajo un generoso puñado. Buscó un sitio donde colocarlo. Se dirigió hacia la multitud y ésta se hizo atrás amedrentada. Colocó en el suelo la yesca, a una buena distancia del inmenso montón de leña. Aquel sería un fuego difícil, así que sacó dos piñas resinosas, guardadas siempre como recurso desesperado, traídas desde los Jardines Reales, donde a sus puertas aquel puñado de valientes logró detener a la Reina de las Nieves, gloria a los héroes de antaño, que el Hacedor Supremo los tenga en su gloria por siempre. Colocó las dos piñas sobre el montón de yesca, y comenzó a disponer cuidadosamente los palitos del montón de troncos más pequeños. Dejó una especie de abertura por donde le daría fuego, en un lateral. Luego prosiguió con palos un poco más gruesos. Los largos años de continuado culto al fuego le conferían, pese a su avanzada edad, una destreza inusual casi mágica que le había hecho ganarse un renombre entre su gente. Era todo un arte del equilibrio, aquella serie de ramas, troncos o tocones de formas aleatorias, caprichosas, que ensamblaban y encontraban su sitio para aquella hoguera, como todas las cosas en la vida tienen su razón de ser y su sitio, y a él van en su justo momento, por extraño e incomprensible que nos parezca en nuestro devenir por esta Tierra Muerta que Dios olvidó. El anciano colocó cuidadosamente los últimos troncos, más gruesos, aquellos que gestarían el fuego más intenso y perdurable.
Pese al frío que desafiaba a los presentes, el sudor perlaba el rostro del anciano. Sus manos, sus dedos callosos y despellejados, tan nudosos como las ramas que había acomodado, trabajaban rendidos ya ajustando las últimas piezas del rompecabezas que pronto ardería con llama de esperanza. La pila de leña tomaba una forma cónica, con una oquedad en su cara que conducía directamente a la yesca, donde se produciría la llama primigenia, pura y virginal que llegaría hasta desde ese momento al fondo de sus corazones, que marcaría sus vidas para siempre.

Hubo un tiempo en que se pronunciaban unas palabras, una salmodia interminable que recordaba toda la odisea que sufría la Tierra Muerta, los tiempos de la felicidad, la invasión de la pérfida Reina, los valientes que al mando de Tarin impidieron la caída del Palacio real y preservaron la semilla de las Tierras Verdes, con epopeyas grabadas con sangre y fuego sobre los hielos despiadados. La lenta reconquista por parte de los Heraldos Rojos…Poco a poco aquellas palabras se vaciaron porque nada significaban en los helados corazones, y pronto cayeron en el olvido, y todo el rito fue la simple consecución del fuego, las cuatro reglas sagradas que los camareros seguirían para conservarlo por largo tiempo en la aldea.
Extrajo de su morral un artilugio que permitía encender la yesca. Tenían varios, que se usaban según las condiciones más o menos adversas. Los joyeros pulían cristales que inflamaban aquello que tocaban, artesanos y forjadores construían máquinas sofisticadas que lanzaban rayos de sol sobre la yesca, y rumores venidos de muy lejos hablaban de magos que poseían extrañas mixturas que ardían tan sólo al contacto con el aire. Pero al hacedor le gustaba el método tradicional, que nunca fallaba si se le prestaban los cuidados necesarios. Colocó el aparato en la punta de su báculo, y se arrodilló frente a la abertura donde iniciaría el fuego. Permaneció en silencio, inmóvil, mientras mentalmente recitaba la letanía mínima de ofrenda, el rito del fuego. La multitud permanecía extasiada, con el corazón acongojado. Incluso el jefe de la aldea, posiblemente el hombre menos humano de aquella congregación, compartía aquel respeto y aquella reverencia.
Sonó una especie de chasquido dentro de las entrañas de la pira. Luego otro, y otro. El anciano tenía la cabeza casi en el mismo barro, asomado al pasadizo que mostraba el corazón del fuego. Una tímida voluta de humo ascendió del imbricado e inextricable laberinto y ascendió cansina mientras el viento jugueteaba y la desmadejaba. Un murmullo de admiración y sorpresa surgió de la multitud. El anciano se incorporó doliéndose y se retiró unos pasos. Era un humo blanquecino, denso e impenetrable, la madera estaba demasiado húmeda y pobre y tardaría un poco en prender. Estaba realmente cansado, así que cerró los ojos y extendió sus brazos en cruz, en actitud extática frente a la incipiente hoguera. Pudo oír el casi sollozo de la gente de la aldea al verlo en esa posición. Mientras tanto, con los ojos cerrados, permanecía atento al resto de sensaciones que excitaban sus sentidos: el roce del viento áspero en su piel ajada y curtida por el frío, el aroma de humo, los lamentos de las mujeres y el llanto de los niños…

Sintió que alguien lo zarandeaba. Solía quedarse en aquella especie de trance hasta que el calor de las llamas lo despertaba de su letargo, pero al parecer no había sido así. Abrió los ojos, y contempló el rostro del jefe de la alde,a desencajado por un extraña mezcla de terror e ira, señalando fuera de sí hacia la hoguera. No debía de haber transcurrido demasiado tiempo aunque, en lugar de las llamas languidecía una diminuta columna de humo. Ocurría a veces, en ocasiones como esta. El combustible estaba demasiado húmedo y era más costoso hacerlo arder. No había por qué alarmarse. El Hacedor trató de explicar al Jefe qué ocurría, pero al comenzar a hablar le miró de una forma muy extraña. Miró lentamente en derredor, tratando de escrutar el sepulcral silencio que había caído a plomo sobre la escena. El Jefe articuló unos sonidos guturales e ininteligibles, una especie de gruñido interminable. En la mente del anciano comenzó a tomar cuerpo una sospecha aterradora. Intentó farfullar algo, pero los ánimos comenzaban a encenderse, y de nuevo se vio entre los brazos de aquel hombre que no hablaba su idioma. En aquella parte de la Tierra Muerta ya no hablaban ni siquiera el mismo idioma. En vano trató de explicar que no había terminado el proceso y que el fuego llegaría tarde o temprano. El Jefe lo llevaba a empellones entre la multitud que se apartaba temerosa y enardecida, con ese indescriptible sabor a miedo que aturde a los hombres cuando acecha lo desconocido o incierto. De pronto una piedra impactó en la cabeza del anciano abriéndole una profunda brecha y derribándolo. El Jefe de la aldea se encaró al gentío tratando de calmar unos ánimos que él mismo había encendido. Mientras reprendía a una parte de la multitud, la gente que quedaba a sus espaldas asió al anciano y comenzó a arrastrarlo hacia las afueras de la aldea. Empezaron a propinarle puntapiés y toda suerte de golpes, y pronto no quedó autoridad que pudiese valer en aquel rincón donde no existía piedad.
Lo arrojaron a una zanja cercana al pueblo, y allí terminaron con su vida, y la nieve quedó manchada de rojo, con su sangre y sus ropas, y todo su equipaje esparcido por la nieve manchando aquí y allá de impotencia todo el paisaje. La gente su fue calmando, despertando de su sopor y contemplando con pánico en el fondo de su alma la macabra estampa.
Los gritos de los niños se mezclaron con bramidos de los animales, y cuando tornaron sus ojos hacia su mísera aldea contemplaron cómo enormes lenguas de fuego lamían y devoraban sus cabañas, cómo corrían despavoridos los animales macilentos huyendo de las llamas, mientras una columna de humo se elevaba majestuosa y terrible sobre sus cabezas, y la ceniza se posaba como una nieve cálida y burlona.
Fue imposible salvar nada. Como una venganza terrible, la nieve comenzó a caer lenta y suavemente al principio, ahogando los rescoldos de la aldea humeante por la que pululaban sus habitantes como almas en pena. Pronto fue una fiera tormenta que azotó los yermos llanos con una furia desconocida hasta entonces. Hacinados como borregos, tratando de darse calor unos a otros, fueron pereciendo a la intemperie, entregándose al sueño que la antecede, diluyendo el último vestigio de la aldea.

El Jefe fue uno de los últimos en cerrar los ojos, y lo último que su imaginación creyó ver fue una blanca dama que paseaba por entre la nieve con una amplia sonrisa. O al menos él creyó que era su imaginación, porque cuando el último habitante cerró los ojos, la nieve dejó de caer y la Reina de las Nieves se alejó hacia la siguiente aldea.

Cuento 1



Caminaba por la nieve, lentamente. Empezaba a preocuparse. Se estaban acercando demasiado. Sobre todo el grande, el jefe de la manada. Se perdía en su memoria cuando comenzó siendo una sombra que le perseguía. Cada vez se acercaban un poco más. Un día, en que el temporal remitió, los distinguió. Sus compañeros era una manada de lobos. Su jefe era un lobo grande, viejo. En aquel momento pensó que no le alcanzarían pero, ahora, estaban ahí . Muy cerca. Sobre todo el lobo grande.

Siguió caminando por la nieve. Sus piernecitas se hundían irremediablemente en la nieve, avanzar era terrible. Cada paso consumía más y más sus exiguas fuerzas. El viento soplaba gélido y cruel. Estaba muy cansada.
El viejo lobo estaba ya casi a su lado. Sintió miedo. Miró a su derredor pero la tormenta de nieve impedía ver más allá, no encontraba ningún lugar donde guarecerse. Tenía sus manecitas heladas, ateridas por el frío. Se las frotaba continuamente. Estaba muy cansada, tenía mucho sueño.

El lobo se colocó a su lado y caminó en silencio. Se acomodó a su paso. Ella seguía caminando trabajosamente.
-¿Cómo estás? -preguntó el lobo.
-Bien. No os molestéis en esperar. No me voy a detener. Idos- respondió el alma.
-Ya llevamos mucho tiempo siguiéndote, lo sabes.-replicó el lobo. -No nos importa seguir un poco más. Tenemos tiempo-.
Siguió caminando a su lado, en silencio. La manada comenzó a acercarse peligrosamente. El alma se alarmó, pero el viejo lobo giró la cabeza y la manada se replegó, siguió acechando a una distancia prudencial. De nuevo habló:
-Estás muy cansada. ¿Por qué no te sientas, y descansas? Duermes un rato. -se interesó el lobo.
-No debo. No debo. No puedo. No me vas a convencer-. El alma consiguió hacer avanzar la otra pierna, que se hundió profundamente en la nieve.
-¿Crees que vale la pena? ¿Sabes cuánto dura ya tu tormenta? ¿No te das cuenta? No se acaba nunca. Te han mentido. La vida te ha mentido y se burla de ti-.
-No. Simplemente soy yo. No encuentro el camino de vuelta a casa. No puedo ver luciérnagas bajo la nieve. He hablado con muchas otras almas, ellas siguen caminando, ahí, en algún lugar. Dicen que las tormentas se acaban-.
-No te han dicho toda la verdad. Cuando acaba la tormenta, sigue el frío. La nieve no se va nunca. Llevo muchos años haciendo esto. He co...he conocido muchas almas, y esto no acaba nunca. Te lo aseguro-continuó el lobo.
-Pero un alma me dijo... -
-Todos decimos muchas cosas. Las almas también se equivocan. Estás muy cansada. ¿Por que sigues? Ya no te quedan ilusiones, ya todo ha acabado. Siéntate allí, en aquel árbol, y hablamos un rato. Descansas. Luego seguiremos tu camino-.
.¿Cómo sabes que no me quedan ilusiones? -preguntó el alma. -Te voy a hacer caso. Vamos hacia aquel árbol. Es hermoso. Pero debes prometerme que no me harás daño-.
-No tengas miedo. No sentirás nada-.
-¿Cómo sabes que no me quedan ilusiones? -volvió a preguntar el alma.
-Llevamos mucho tiempo siguiéndote. Te hemos visto cambiar. Los lobos tenemos un olfato especial para descubrir las ilusiones rotas. Tú dejabas un rastro nítido. Así te descubrimos. Contamos las ilusiones que deja cada alma, llevamos estadísticas. Nos permiten predecir cuándo... -el lobo titubeó-el alma está vacía, sin fuerzas-.
-¿Y han sido muchas? ¿Habéis encontrado muchas ilusiones mías? -
-Sí-
-¿Eran bonitas? -
-Muy bonitas. Te lo aseguro. Valieron la pena-.
-No las recuerdo. He roto muchas ilusiones en esta vida- se lamentó el alma.
-Las ilusiones se suelen romper. El tiempo es su enemigo. He visto las tuyas. Yo fui quién descubrió tu rastro. Eran muy bellas. Tanto que me interesé por ti. Te conozco gracias a tus ilusiones. Eras una buena alma-.
-Dime, lobo -el alma se recostó contra el grueso árbol seco y se acurrucó. Se abrazó las rodillitas,-¿por qué se rompieron todas esas ilusiones? ¿Fui yo? -
-Fue la vida. Las ilusiones se rompen. A veces las rompemos nosotros, la mayoría de veces lo hace la vida. Es así. No tiene por qué ocurrir, pero la verdad es que ocurre. Eso las hace bellas. Las ilusiones más bellas son siempre aquellas que se rompieron. No te culpes por ello-.
-Ya no recuerdo nada. Estoy vacía- se lamentó el alma, cerrando lentamente sus ojillos llorosos.-Tengo mucho sueño. Lobo, ¿te quedarás a mi lado? -
-Sí, alma -.
-¿Me vais a comer? -
-No hagas ese tipo de preguntas. No suelen tener respuestas agradables-.
-Responde, lobo-.
-No te comeremos, mientras estés viva-.
-Gracias. ¿Por qué estoy viva, lobo? Ten paciencia conmigo. Soy tu presa-.
-No sé por que estás viva. Según las estadísticas, hace mucho que debías haber...caído. Seguiste mucho tiempo caminando. Me costó mantener a la manada tras de ti. Cundía la desesperación. Creo que te queda una ilusión. Puedes dármela tú misma. Todo será más fácil-. El lobo se acercó mucho más. El hocico húmedo, frío como la muerte, rozó su rostro.
-Atrás, lobo. Ten paciencia, ya te lo dije. Soy tu presa, pero espera. No encuentro la ilusión, por más que rebusco en mis bolsillos. Ya no quedan ilusiones, lobo. Te equivocas-.Seguía con los ojillos cerrados.
-Puedo equivocarme sumando o restando, pero no en esto. Lo he hecho durante toda mi vida-.
-Eso no significa nada. Puedes equivocarte ahora-.
-Sí, pero no estoy equivocado. Te queda una, muy bella. La última. La que más duele-.
-Ya no queda ninguna-. Movió la cabeza, pero no abrió los ojos. - Esa, esa sí la recuerdo. Se rompió. Recuerdo cuando se rompió. Sí, fue muy bonita -.
-Debe de serlo, porque aún la llevas ahí. Se reconoce la ultima ilusión de un alma cuando muere. Hiede -.
-Lobo-. El alma le tomó la pata. -¿Ha salido el sol, verdad? Noto sus rayos en mi rostro. Todo ha terminado, ¿verdad? -
El lobo agachó la cabeza para cubrirse de los remolinos de la nieve.
-Sí. No abras los ojos. El sol podría herírtelos -.
El alma comenzó a soñar con un mago y una varita rota y un rosario de luciérnagas en la oscuridad. Y se quería dormir, pero unas palabras lo aferraban con sus manecitas y sus uñitas y le retenían de pasar a la tierra de las tinieblas. No abras los ojos. El sol podría herírtelos.
Al final el alma abrió los ojos. La manada no estaba, el lobo se había alejado. La tormenta de nieve seguía tan fiera como antes.
-Lobo, ¿te vas?
-Sí-
-¿Por qué?-
-Me he equivocado -.
-He visto mi ilusión. Está viva. Está muy rota, la he maltratado mucho, pero está ahí. Debo cuidarla -.
-Lo sé. Yo también la he visto-.
-Lobo-
-¿Sí? -
-¿Volveremos a vernos? -
-No lo dudes. Es mi trabajo. Siempre estoy ahí. Soy tan viejo como el tiempo. Volveremos a vernos -.
-Gracias, lobo-.
-De nada. Tengo paciencia. Si algo me sobra es tiempo. Abrígate por las noches, alma-.
-Sí-
-Tu tormenta seguirá mucho, mucho tiempo. Pero verás es sol. Un día saldrá el sol. Ese día acuérdate de mí-.
-Sí, lobo. Lo haré-.
-Adiós, alma. Me ha encantado conocerte-.
-Adiós, lobo. A mí también-.
-Hasta la vista-.
-Adiós-.
El lobo se perdió en la ventisca. El alma se levantó. Brillaba una lucecita tenue en la corteza, en el tronco de árbol seco. Era una luciernaga. Sintió lástima. La cogió suavemente y se la echó al pecho. Comenzó a andar.

20 de abril

Así empezaba la canción de los Celtas Cortos, 20 de abril del 90. Has pasado 15 años desde entonces, desde esa fecha...
¿Dónde estábamos entonces? ¿Dónde estaremos dentros de 10, 15 años? De eso hablaba la canción, de eso hablan todos los afanes del ser humano.

Por mi parte, yo estaba en 4º de físicas, terminando mi carrera, preguntándome por lo equivocada de mi vocación, de mi elección. Aun así, eran buenos tiempos. Mejores que estos tiempos inciertos en los que nos toca vivir.

Un saludo para los celtas.

20 de abril del 90
Hola chata, ¿cómo estás?
¿te sorprende que te escriba?
tanto tiempo es normal.
pues es que estaba aquí solo
me había puesto a recordar
me entró la melancolía
y te tenía que hablar

(Estribillo)
¿recuerdas aquella noche en la cabaña de Turmo?
las risas que nos hacíamos antes todos juntos
hoy no queda casi nadie de los de antes
y los que hay han cambiado, han cambiado...síii!

pero bueno ¿tú qué tal? ...di
lo mismo hasta tienes críos
¿qué tal te va con el tío ese?
espero sea divertido
yo la verdad como siempre
sigo currando en lo mismo
la música no me cansa
pero me encuentro vacío

(Estribillo)
¿recuerdas aquella noche en la cabaña de Turmo?
las risas que nos hacíamos antes todos juntos
hoy no queda casi nadie de los de antes
y los que hay han cambiado, han cambiado...uh!

bueno pues ya me despido
si te mola me contestas
espero que mis palabras
desordenen tu conciencia
pues nada chica, lo dicho
hasta pronto si nos vemos
yo sigo con mis canciones
y tú sigue con tus sueños

(Estribillo)
¿recuerdas aquella noche en la cabaña de Turmo?
las risas que nos hacíamos antes todos juntos
hoy no queda casi nadie de los de antes
y los que hay han cambiado, han cambiado...síii!

Seguimos respirando.

Por eso, y sólo por eso, sé que todavía estoy vivo...

martes, 19 de abril de 2005

Iniquidad (2, el primero lo perdí)

Al final no llegué a comentarlo como prometí, aunque en mi descargo debo reconocer...
...que la semana pasada fue dura.
Si me seguís, sabéis que fui víctima de defección por parte de esta UV en la que trabajo y a la que le devolveré los favores que me hizo punto por punto, religiosamente. Creo que esa defección fue, simplemente, iniquidad, no tratar por igual a todo el mundo, que a fin de cuentas es lo que significa.

No hay que confundirla con la injusticia. La injusticia da a todo el mundo menos de lo que se merece; la iniquidad da a unos lo que se merecen, a otros menos y, a otros, más.

Como sistemas sociales, considero que la injusticia es más propia de las dictaduras, en las que una minoría sojuzga a la mayoría. Pero esa minoría es consciente de su debilidad global, es consciente de que su poder es coyuntural, y depende de lo cohesionada que esté la oligarquía dominante. Por eso resisten, se ayudan entre ellos, no les queda más remedio que ser una piña, a las duras y a las maduras.

La iniquidad es más social, menos refinada. Es el puro amiguismo, y lo vemos patente en los regímenes democráticos corruptos, como España, o la UV.

Se advierte que en la política las prácticas cainitas, caníbales, traidoras y defeccionantes (¿?) están siempre en la palestra. La iniquidad se practica con los amigos o conocidos, pero la amistad en estos tiempos es una mercancía con poco valor. Por tanto, el que favorece la iniquidad está labrando su propia tumba a manos de los beneficiados (aunque los perjudicados tienen ganas de desmembrarlo (a)levemente). No es necesaria la cohesión para sobrevivir, es la ley de la jungla que tanto impera en la política. Hoy por ti, mañana te jodo.

En donde yo trabajo, universidad democrática y progresista de pro, se practican desde antaño esas prácticas inicuas, y la caída se va adivinando, lenta, invisible sólo a quien no quiere ver. La otra universidad, la aquí inombrable UPV, funciona como una dictadura. Pero funciona.

Y a veces uno, principios aparte, lo que necesita es llegar a fin de mes, con injusticia o iniquidad, la que más pague.

lunes, 18 de abril de 2005

Cada día cuenta todo más

Ya no escribo nada...

jueves, 14 de abril de 2005

Dedicado a la UV

"Quien promueve la iniquidad está condenado al más doloroso fracaso"
La frase es mía (al menos hasta donde sé), y la explicaré mañana si tengo tiempo. Reflexionad sobre esto, corazones.

miércoles, 13 de abril de 2005

Espíritu crítico

Lo he perdido. Definitivamente. Y eso me preocupa.
No sé por qué será, pero últimamente voy aceptando todo como viene...
...Será algo de la vida, o hacerse viejo. O que te dan tantos palos en el cuerpo y en el alma que haces a todo y echas a anadar hacia adelante como el triste pollino.
Me preocupa, porque yo quería presumir (y a veces lo hacía) de ser un científico. Pero, ¿A dónde va un científico que no tiene espíritu crítico, que acepta todo tal y como es?
Mal asunto. Seguiremos informando, pero esto es cada vez más triste. Ahora sí, la tristeza es de fondo, que es la peor.

martes, 12 de abril de 2005

Estoy enfermo

De verdad. De todas las semanas que tenía para caer, me pasa en ésta, que es de las más duras. Tego el virus de la gripe, del estómago, me duele todo...

lunes, 11 de abril de 2005

Lunes

Aquí estoy, agotado hasta el tuétano de mis clases matutinas. Empieza mi vía crucis, aunque me lo merezco, ya...
...que me he pasado un primer cuatrimestre de lo más tranquilo. tengo la mente embotada y apenas si puedo caminar con fluidez. Mañana, espero, será otro día.

Gracias, amigos.

miércoles, 6 de abril de 2005

Anoché soñé, bendita ilusión...

...que una fontana fluía dentro de mi corazón.

Anoche cerré los ojos, tras leer un poco...
...de ciencia y otro poco de literatura. Y comencé a soñar. Me retrotraje 20 años atrás, 20 años después como los tres mosqueteros. Y comenzaron a asaltarme los recuerdos fieros y torvos, me atravesaban una y otra vez y me inundaban de desasosiego, de tristeza. De esa infinita tristeza que no cabe en lugar alguno, ni en la mente ni en el alma. Y al final, ebrio de dolor, desperté y tuve, conscientemente, que ponerme a soñar despierto en mis paraísos imaginados, inalcanzados e inalcanzables, para que remitiera el dolor, y restañar las heridas con sueños prefabricados, insulsos pero indoloros.

Considero que mi infancia fue muy triste, muy infeliz. He visto cosas que vosotros no crreríais. Naves de guerra ardiendo cerca de orión, rayos C resplancendiendo cerca de la puerta de Tanhausen. ¿Todo ello se perderá como lágrimas en la lluvia...?

Hay mucho de propia en culpa en los reveses del destino.

Post Scriptum: Demasiado peso en la mochila. Fue Porthos quien murió en "El vizconde de Bragelonne"

martes, 5 de abril de 2005

Cuerpo y alma

Terminan las vacaciones. Es triste. No es triste que terminen, lo triste es que yo poquísimas veces en esta vida tengo vacaciones...
...Puedo pasarme días sin ir a trabajar, pero yo jamás estoy de vacaciones porque mi mente no descansa. A veces, ni siquiera mi cuerpo. Por eso, yo, ser antisocial y misántropo, jamás descanso porque mi alma no encuentra la paz.

Para ello suelo necesitar soledad, espacios abiertos y tiempo que ir desgranando, malgastando, caminando lentamente hacia una fuente. Esta vida en sociedad me niega estos lujos. Y, aunque no os lo creáis, llevo casi 36 años que mi mente no descansa, que no encuentro sosiego ni paz. ¿Difícil de creer? Necesito salirme de las convenciones sociales y ser un lobo por una temporada.

Al menos en estas vacaciones mi cuerpo ha descansado algo.

Ya hemos vuelto. De nuevo en la brecha. Ahí vamos...