Cuento 3
El pequeño claustro estaba abarrotado. A cubierto, bajo la arcada del fondo, se había sentado el rey sobre una improvisada tarima desde la que contemplaba al gentío. Ardía en el centro un fuego de campamento alimentado por mesas, sillas y demás muebles de las saqueadas estancias. Por toda la ciudad habían esparcidos improvisados campamentos que tachonaban la noche de hogueras vacilantes y acogían a los invasores. En la plaza contigua, todo un campamento con la guardia personal descansaba receloso. Adentro, en el claustro, el rey celebraba la victoria con el botín de los vencidos.
La mayoría eran aguerridos y rudos caballeros, enfundados en sus armaduras. También había mujeres, rameras en su mayoría de una estela que arrastraba el ejército en su imparable avance.. Y una pequeña corte de ancianos y consejeros y generales, el bastón del fiero rey.
El rey contemplaba displicente la algarabía y el derroche de vino, cerveza y manjares robados. Una espantosa cicatriz le aborrascaba el ceño y configuraba su fiero semblante, una feroz mueca que le había brindado el sobrenombre de "el terrible", aunque sus ferocidades bastasen por sí solas.
Nadie advirtió su llegada. Ni siquiera el rey desde su atalaya. Pero, al fondo, a su izquierda, comenzó a sonar una voz, una melodía mágica y misteriosa, un canto melancólico que ascendía por entre las balaustradas y resonaba en todo aquel atrio.
Al principio no fue más una voz ahogada en el estruendo pero, lentamente, fue cesando el escándalo y el vocerío y los gritos y se empezó a extender un silencio de dolor sobre los allí congregados. Todas las miradas se dirigieron hacia la tramada de arcos a la izquierda del soberano. Allí, donde arrancaban los pilares que soportaban los arcos, estaba de pie una hermosa mujer, frágil, de piel clara como la nieve, corto pelo negro, labios finos y una voz que inflamaba la envidia de los mismos ángeles del cielo. Iba vestida con una blanca túnica, liviana, y a sus pies un anciano se recostaba contra el pilar y abrazaba una sobada gaita.
Quienes estaban cerca de ella se alejaron formando un círculo, pues la tomaron por bruja, y todos permanecieron mudos, extáticos, escuchando aquella voz pura y virginal que trepaba suavemente por los sillares.
También el rey se puso de pie, asombrado. En la puerta que desembocaba a la plaza se detenían los curiosos. Mientras tanto, la voz seguía flotando, inmaterial, en el aire gélido, una voz que traía lamentos por hijos muertos, por hermanos perdidos, por amantes caídos, por paraísos perdidos. Una voz que nacía del corazón desgarrado por el dolor y la derrota, que penetraba hasta los más oscuros rincones del alma a donde a duras penas llegaba nunca la luz.
Calló la voz, y la gaita y el anciano comenzaron a plañir lastimosamente lágrimas del alma, colinas verdes arropadas por la niebla con hedor a sangre fresca de la derrota. Algunas de las mujeres huyeron despavoridas persignándose, como un susurro, pero la mayoría de los caballeros permanecieron allí, impasibles, aferrados, inmóviles, como si todos sus corazones fueran uno único y mismo terriblemente acongojado, oprimido.
Primero se hincó de hinojos una mujer. Luego otra. Luego se escuchó el entrechocar de las rodilleras y la espada de un caballero en el frío suelo. Luego otro, y otro, y otro más. La gaita calló y la muchacha volvió a quebrar el silencio, a entonar aquellas palabras ininteligibles para la mente pero inequívocas para el corazón. Todo el mundo se había arrodillado. Los más ancianos se habían tumbado en el suelo, con los brazos en cruz, el rostro hacia el cielo. Un silencio sepulcral era trizado por aquella voz, aquel cántico de otra tierra. Sólo el terrible rey permanecía entre todos en pie. Impetuoso bajó de la tarima y se dirigió colérico hacia la blanca dama, apartando a empellones a quienes entorpecían su camino. Nadie le abrió paso, nadie dijo nada. Sólo la voz cantaba. Sólo la voz. Cuando llegó ante la muchacha, cuando la vio con claridad, se detuvo y permaneció en silencio frente a ella, escuchándola, mientras una gran tristeza y pesar entraba en su negro corazón.
La hoguera languidecía, desatendida. El frío cortaba los rostros y gruesos copos de nieve iban cuajando lentamente, cayendo perezosos como hojas marchitas. Pronto comenzó a nevar copiosamente. Nadie se movía, nadie hablaba. Sólo el hipnótico canto seguía acariciando sus corazones. El rey buscó con la mirada a su hombre de confianza, lo atrajo hacia sí y le ordenó desalojar los claustros. Comenzó un leve fragor, mientras levantaban a los ancianos y arrojaban a la calle a las mujeres y a los plebeyos.
Pronto apenas quedaron sino unos guardias y unos cuantos caballeros escogidos que se resguardaban bajo los claustros mientras el rey seguía allí, inmóvil, de pie, contemplando a la blanca dama, contemplando cómo su pelo se sembraba de blanca nieve, cómo los copos caían sobre sus hombros y sobre sus manos y la aterían. Y el rey seguía escuchándola, la voz seguía alzándose al cielo como un lamento, sólo interrumpida por el llanto de la gaita. Alguien arropó al rey poniéndole una capa sobre los hombros. Éste ordenó acercar la hoguera y avivarla, ordenó construir una especie de toldo con lanzas y tapices sobre la blanca dama para protegerla de la nevada. Siguió allí, de pie, en medio de la noche cerrada, vestido con el blanco sudario de la nieve, con el silencioso rumor apagado de los copos cayendo mansamente, con aquel canto desgranándose nota a nota en la oscuridad, en el silencio.
Trajeron una cena caliente al monarca, que tomó de pie, en silencio. Un soldado llevó algo caliente al anciano, que tomó callado mientras la muchacha cantaba. El propio rey acercó un cuenco humeante a la muchacha. No lo tomó.
La noche siguió avanzando lenta, tristemente. cada vez su voz era más débil, el rey se aproximaba más y más para poder oírla. Cada vez estaba más blanca, tan blanca como negro el corazón del rey, tiritaba de frío. En vano el rey trató con sus propias manos de llevarle a los labios la sopa tibia.
Cuanto más débil era su voz, más bella la melodía, y la voz fue primero voz y luego murmullo y luego susurro, y llegó un momento en que sólo el rey la oía, y era tan bello el canto que su negro corazón comenzó a llorar como jamás lo había hecho. Y cuando la noche era más oscura, la nevada más intensa, cuando más bello era ese canto, cuando el rostro del rey rozaba ya el de la blanca dama, cuando la voz era un suspiro que sólo el corazón oía, ella se desplomó sin vida.
El rey la tomó raudo e impidió que cayera. Seguía nevando.
El sol encontró al rey sosteniéndola todavía en la misma posición, con una lágrima helada en la mejilla. Nadie osó hablar, nadie se movió aquella noche. Sólo el gaitero sollozaba en silencio con el rostro escondido entre las manos.
Poco después de amanecer, el rey encendió una enorme pira donde ardió el cuerpo de la muchacha, en el mismo sitio donde él la había sostenido. El anciano gaitero arrojó al fuego la gaita que no sonó, que no volvería a sonar jamás. Los dos permanecieron silentes frente al fuego. Las llamas ascendían feroces al cielo, desde toda la ciudad se divisaba una columna de humo espantosa, y sólo un milagro del Hacedor impidió que ardiese todo el edificio aquel día. Cuando la guardia personal del rey logró derribar la puerta todavía cerrada para socorrerlo, sólo quedaba el recuerdo y las cenizas de una blanca dama, contempladas en silencio por un rey y un humilde gaitero.
Aquella mañana fueron liberados todos los prisioneros, y al mediodía, al mando de sus fuerzas, el rey abandonó la ciudad y la devolvió a sus habitantes. Y cantan los juglares que jamás fue ya la misma persona, y que el apodo del terrible se perdió en el olvido.
Para Mar, el 20 de diciembre de 1996
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