lunes, 4 de septiembre de 2006

El subyugante sabor de la derrota

Ha pasado el mes de agosto, y debe ser que la depresión post-vacacional ha ahondado aún más si cabe mi sempiterna melancolía.


No sé por qué extraños vericuetos ha llegado, qué insondables circunvoluciones ha recorrido, pero anoche tuve otra certeza más, un capítulo adicional en la enciclopedia de certezas que con la edad voy redescubriendo en los pliegues de mi memoria: ya estoy derrotado.

Toda la vida soñando, muriendo para llegar a algún sitio, y uno termina dándose cuenta de que ha llegado tan sólo a alcanzar míseros espejismos de sus sueños, ajados remedos de felicidad, fantasmas, espectros y logros que no satisfacen a uno mismo.

Rodeado de enemigos, tan sólo mi estructura interior, aquella que únicamente la muerte voluntaria o impuesta puede derribar, permanece como salvación, como asidero, como único soporte cuando todo mi derredor se hunde y me arrastra y sólo el sacrificio y la resignación impiden que formatee mi vida y empiece una nueva lucha.

Me he rendido, he dejado de luchar, tan sólo mantengo un tono muscular que impide que todo se colapse, tan sólo achico lo preciso del agua que hago como para mantenerme a flote, ni siquiera con dignidad. Ni siquiera con la dignidad interior que uno necesita para dormir por la noche.


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